El plan de las Escrituras para la vida de un cristiano es doble. Primero, que seamos instruidos en la ley para amar la rectitud, “porque por naturaleza no estamos inclinados a hacerlo; segundo, que aprendamos unas reglas sencillas, pero importantes, de modo que no desfallezcamos ni nos debilitemos en nuestro camino.
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De las muchas recomendaciones excelentes que hace la Escritura, no hay ninguna mejor que este principio: “Sed santos, porque yo soy santo.” Cuando andábamos esparcidos como ovejas sin pastor, y perdidos en el laberinto del mundo, Cristo nos llamó y nos reunió para que pudiésemos volver a El.
Al oír cualquier mención de nuestra unión vital con Cristo, deberíamos recordar que el único medio para lograrla es la santidad. La santidad no es un mérito por medio del cual podamos obtener la comunión con Dios, no es de origen humano, sino, un don de Cristo, el cual nos capacita para estar unidos a Él y a seguirle. Es la propia gloria de Dios que no puede tener nada que ver con la iniquidad y la impureza; por lo tanto, si queremos prestar atención a Su invitación, es imprescindible que tengamos este principio siempre presente. Si en el transcurso de nuestra vida cristiana queremos seguir adheridos a los principios mundanos, ¿para qué, entonces pertenecer a Su pueblo?, la santidad del Señor nos amonesta a que vivamos en la Jerusalén santa de Dios. Jerusalén es una tierra santa, por lo tanto no puede ser profanada por habitantes de conducta impura. El salmista dice: “Jehová, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo? El que anda en integridad y hace justicia, y habla verdad en su corazón.” El santuario del Santísimo debe mantenerse inmaculado. Ver Lv. 19:2; I Pedro 1:16; Isaías 35:10; Salmos 15:1-2, 24:3-4.
La Escritura no enseña solamente el principio de la santidad, sino que también nos dice que Cristo es el camino a este principio. Puesto que el Padre nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo, nos ordena que seamos conformados a su imagen. A aquellos que piensan que los filósofos tienen un sistema mejor de conducta, les pediría que nos muestren un plan más excelente que obedecer y seguir a Cristo. La virtud más sublime de acuerdo a los filósofos es vivir la vida de la naturaleza, pero la Escritura nos enseña a Cristo como nuestro modelo y ejemplo perfecto. Deberíamos exhibir el carácter de Cristo en nuestras vidas, pues ¿qué puede ser más efectivo para nuestro testimonio y de más valor para nosotros mismos?.
El Señor nos ha adoptado para que seamos Sus hijos bajo la condición de que revelemos una imitación de Cristo, quien es el Mediador de nuestra adopción. A menos que nos consagremos devota y ardientemente a la justicia de Cristo, no sólo nos alejaremos de nuestro Creador, sino que también estaremos renunciando voluntariamente a nuestro Salvador.
La Escritura acompaña su exhortación con las promesas sobre las incontables bendiciones de Dios y el hecho eterno y consumado de nuestra salvación. Por lo tanto, puesto que Dios se ha revelado a sí mismo como un Padre, si no nos comportamos como Sus hijos somos culpables de la ingratitud más despreciable. Puesto que Cristo nos ha unido a Su cuerpo como miembros, deberíamos desear fervientemente no desagradarle en nada. Cristo, nuestra cabeza, ha ascendido a los cielos; por lo tanto deberíamos desear fervientemente no desagradarle en nada. Cristo, nuestra cabeza, ha ascendido a los cielos; por lo tanto deberíamos dejar atrás los deseos de la carne y elevar nuestros corazones a Él. Puesto que el Espíritu Santo nos ha dedicado como templos de Dios, propongámonos en nuestro corazón no profanar Su santuario, sino manifestar Su gloria. Tanto nuestra alma como nuestro cuerpo están destinados para heredar una corona incorruptible. Debemos, entonces, mantener ambos puros y sin mancha hasta el día de nuestro Señor. Éstos son los mejores fundamentos para un código correcto de conducta. Los filósofos nunca se elevan por sobre la dignidad del hombre, pero la Escritura nos señala a nuestro Salvador, sin mancha, Cristo Jesús. Ver Ro. 6:4, 8:29.
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